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ISSN 1989-4163

NUMERO 02 - MAYO 2009

Los Extremos del Arco Iris

Isabel Huete (Texto y fotografías)

La desconocida con la que había entablado conversación en el tren me lo había recomendado. Si quieres descansar de verdad, vete allí; no hace falta que reserves porque ni siquiera tienen teléfono, aunque siempre hay habitaciones libres. Está perdido en medio del campo y, por lo que me han dicho, rodeado de vegetación y de un silencio que invita a la relajación. Parece ser que, al atardecer, los ciervos bajan a beber agua de los pilones y en los amaneceres te despierta el canto del cuco acompañado del trino de los pájaros. Yo pienso ir en cuanto tenga unos días de vacaciones y pueda colocar a mis hijos con su padre, que no es fácil, no creas.

Apunté todos los datos que me dio y me decidí en la siguiente primavera.

El camino hacia el hotel era tan inclinado que cuando alcancé la verja apenas me llegaba el aire a los pulmones. Se deslizó suavemente al empujarla y no puedo negar que lo que me encontré me pareció desolador: un pinar de reducidas dimensiones, acotado por una pequeño muro de obra, había sido invadido por una alfombra de helechos entre los que revoloteaba algún que otro insecto; tras él, un pequeño palacio a punto de derrumbarse por el empuje de los siglos y de las grietas se alzaba retando al tiempo; a su derecha, arbustos de zarzamoras ahogaban lo que en otra época debió ser un bello jardín; a su izquierda, un edificio antiguo de planta rectangular parecía resistir con cierto orgullo el deterioro. Me dirigí hacia la entrada bordeando una pérgola de la que sólo quedaban en pie sus columnas.

A pesar de la visible decadencia, la atmósfera transmitía cierta magia.

El portalón de madera con dos enormes aldabas en forma de mano estaba cerrado. No encontré timbre alguno, ni telefonillo, ni nada que tuviese que ver con la modernidad. Golpeé con una de las aldabas varias veces hasta que oí unos pasos rápidos al otro lado. Una mujer mayor, de aspecto humilde, me recibió con cierta cara de sorpresa. ¿Qué desea? ¿No es esto un hotel? No exactamente, pero alquilamos habitaciones. Pues si tiene alguna libre me gustaría alojarme unos días. ¿Está usted segura? Piense que este es un sitio bastante aburrido para alguien tan joven, no hay nada a varios kilómetros a la redonda. Vaya, pensé, esta buena mujer no parece que vele mucho por su negocio. No, no me importa, vengo a descansar, a olvidarme del ruido de la gran ciudad y, si es posible, a dormir hasta hartarme. Entonces este es el mejor lugar que podría haber elegido, pase usted, por favor.

Franqueé la puerta y ella la cerró tras de mí echando un enorme cerrojo.

Nos adentramos en un amplio zaguán con un pequeño mostrador por todo mobiliario.  La luz que entraba por la puerta situada al otro extremo apenas llegaba a todos los rincones.  De un cajón extrajo una llave de apariencia antigua y me invitó a seguirla.  ¡Qué aventura! Desde luego aquello más que un hotel parecía una posada de la época de Maricastaña y preferí no pensar en cómo sería la habitación. Probablemente se comería bien, comida sencilla pero sustanciosa, casera, como a mí me gustaba. Esta gente de campo sabe lo que se hace.

A veces las cosas son muy distintas de lo que parecen.

A medida que nos acercábamos a la luz de la puerta empecé a oír voces cada vez más cercanas. Ante nosotras se abrió un magnífico patio interior de dos plantas y balconadas de madera cuajadas de macetas con flores. En las cuatro esquinas de la planta baja crecían macizos de hortensias azules y blancas. Un hombre pintaba un cuadro frente a lo que supuse era la puerta de su habitación. Varios niños correteaban alrededor de una fuente de piedra. Dos ancianas hacían ganchillo mientras charlaban sentadas en butacones de mimbre. Un joven leía un libro recostado en un banco. Una mujer limpiaba de hojas muertas la hiedra que trepaba por las paredes. Una chica bailaba al son de la  música que escuchaba con los cascos puestos.

El paraíso, pensé, esto es el paraíso. Un mundo perdido dentro del nuestro.

La habitación no era muy grande pero estaba bien cuidada. Una cama con mesilla, un armario, una mesa con una banqueta, un espejo y un pequeño baño. Bajo al ventanal un sillón algo destartalado pero cómodo en apariencia. Un gracioso ramillete de hierbas aromáticas descansaba sobre las toallas dobladas al pie de la cama. No había lámpara ni luz eléctrica alguna, tan sólo un pequeño quinqué con una vela que no parecía haber sido usada. Necesitaría una lamparita para poder leer por la noche. No le va a hacer falta, ya lo verá. Era tarde, estaba cansada y no quise insistir en ese momento, ya tendría tiempo de hacerlo al día siguiente. ¿Hay jardín o algo parecido para pasear? Si, claro, lo puede ver desde su ventana.

La vida depara sorpresas y la no vida, quizá, también.

Nunca contemplé un jardín tan animado. Grupos de mujeres y hombres jugaban a las cartas; niños y niñas lo hacía a la pelota; chicos y chicas charlaban, bebían y fumaban alegremente, como en un botellón; ancianos y ancianas paseaban en círculo apoyándose los unos en los otros. Un perro blanco le ladraba a un gato negro encaramado en una rama. El sol se iba poniendo suavemente y su luz dorada arrancaba destellos de las hojas de los árboles. Algo dentro de mí empezaba a languidecer cuando el cielo se volvió rojo, y después verde, y después azul y después malva, y después violeta; las sombras también iban cambiando de color y girando alrededor de los árboles y de toda aquella gente, que seguía con sus cosas sin que parecieran percibirlo.

El arco iris se sostiene sobre la tierra clavándole sus extremos en las entrañas.

¿Ha visto usted eso? Al girarme comprobé que mi acompañante me había dejado sola y decidí salir a buscarla para que me explicara a qué era debido aquel fenómeno luminoso y cambiante. Esta vez en el patio no había nadie y reinaba un silencio absoluto, sólo un canario entonaba sus trinos tras los barrotes de una jaula, pero enmudeció al sentir mis pasos. Busqué la puerta del zaguán por donde había entrado y me sorprendió no encontrarla. No puede ser, estaba al otro lado del patio…  Lo recorrí de un extremo a otro sin resultado. Por unas escaleras conseguí acceder al jardín pero allí tampoco quedaba nadie excepto el gato negro, que se mantenía inmóvil encaramado en su rama. ¿Dónde se habrá metido todo el mundo?, me pregunté en voz alta. Se han marchado todos a descansar. La voz partía de un rincón apenas visible la arboleda. No hice ningún esfuerzo por acercarme porque la situación empezaba a resultarme inquietante. ¿Puede decirme dónde está la puerta del zaguán por el que se sale de este edificio? ¿El zaguán, la puerta de salida? No sé de qué me habla. ¿Es que pretende usted marcharse? No exactamente, pero estoy buscando a la señora que me abrió cuando llegué. Este lugar está alejado de todo, si se va no llegará muy lejos sola. ¿Me está usted diciendo que no se puede salir de aquí? Depende, quizá usted todavía no esté preparada para quedarse.

Hay voces tan dulces que parecen una sinfonía para violín.

Clara, Clara, despierta, soy yo, Luisa. No me dejes sola, te lo ruego, todavía no. Me pareció sentir una mano acariciando la mía. No sabía quién era y por qué me llamaba. En aquél jardín no había nadie más que yo y el extraño que se ocultaba en la sombra. Abre los ojos, cariño. Te necesito. Esta vez sentí las caricias en mi mejilla. ¿Para qué tenía que abrir los ojos si ya los tenía abiertos? Una sombra difusa se fue conformando en el aire; lentamente se fue acercando más y más a mi cara hasta que unos ojos acuosos se fueron perfilando, luego una sonrisa y un grito saliendo de esos labios: ¡Has vuelto, has vuelto!

¿Dónde estaba yo y qué hacía allí mi hermana?

Mi tren, el tren que había cogido una tarde de hacía más de dos semanas, había chocado contra un cercanías a la entrada de una estación. Murió bastante gente, entre ellos mi compañera de asiento, pero yo tuve la suerte de salir despedida por la ventana y sobrevivir a pesar de haber recibido un tremendo golpe en la cabeza. Los médicos nunca tuvieron demasiadas esperanzas de que me recuperara del coma profundo en el que me había sumido.

To F.U.C.K. or not to F.U.C.K.

 

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